Legislatura XLV - Año III - Período Ordinario - Fecha 19630913 - Número de Diario 7

(L45A3P1oN007F19630913.xml)Núm. Diario:7

ENCABEZADO

CHILPANCINGO, GRO., VIERNES 13 DE SEPTIEMBRE DE 1963

DIARIO DE LOS DEBATES

DE LA CÁMARA DE DIPUTADOS

DEL CONGRESO DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS

Registrado como artículo de 2a. clase en la Administración Local de Correos el 21 de septiembre de 1921.

Año III. - PERÍODO ORDINARIO XLV LEGISLATURA TOMO I. - NÚMERO 7

SESIÓN SOLEMNE

CELEBRADA CONJUNTAMENTE POR

LAS CÁMARAS DE DIPUTADOS Y

SENADORES DEL XLV CONGRESO

DE LA UNIÓN, EN

CHILPANCINGO, GRO., EL DÍA

13 DE SEPTIEMBRE DE 1963

SUMARIO

1. - Se abre la sesión solemne que, conjuntamente, celebran las dos Cámaras del Congreso de la Unión. Se da lectura a la Orden del Día.

2. - Se designa una comisión que reciba e introduzca al Salón al C. Presidente de la República.

3. - Se da lectura a los siguientes documentos: "Sentimientos de la Nación", dirigido al Congreso de Anáhuac por el Generalísimo Don José María Morelos y Pavón, así como al Acta de la Independencia, de 6 de noviembre de 1813, con la cual se clausuró dicho Primer Congreso.

4. - Los CC. diputado Alfredo Ruiseco Avellaneda y senador Manuel Moreno Sánchez pronuncian discursos alusivos al acto de conmemoración que hoy se celebra.

5. - El C. Presidente de la República abandona el recinto acompañado de la Comisión designada al respecto y después de rendirse los honores de costumbre.

6. - Se lee y aprueba el acta de la presente sesión, levantándose ésta.

DEBATE

Presidencia del

C. RÓMULO SÁNCHEZ MIRELES

(Asistencia de 112 ciudadanos diputados y 48 ciudadanos senadores.

El C. Presidente: (a las 11.35 horas.) Se abre la sesión solemne que, conjuntamente, celebran las Cámaras de Diputados y Senadores del H. Congreso de la Unión, en conmemoración del sesquicentenario del Congreso de Anáhuac y que tiene lugar, de conformidad con el Decreto del propio Congreso, publicado en el Diario Oficial de la Federación de 7 de febrero del año en curso.

- El C. secretario Guzmán Orozco, Renaldo (leyendo):

"Orden del Día.

"Chilpancingo, Guerrero.

"13 de septiembre de 1963.

"Lectura del documento denominado "Sentimientos de la Nación", dirigido al Congreso de Anáhuac por el Generalísimo Morelos.

"Lectura del acta de la Independencia, de 6 de noviembre de 1813, con la cual se clausuró dicho Primer Congreso.

"Discurso del C. diputado licenciado Alfredo Ruiseco Avellaneda.

"Discurso del C. senador licenciado Manuel Moreno Sánchez.

"Acta de esta sesión solemne."

El C. Presidente: Se designa en comisión a los ciudadanos diputados Manuel Sodi del Valle, Guadalupe Rivera Marín y Manuel Pavón Bahaine, y a los ciudadanos senadores Caritino Maldonado, Rafael Moreno Valle, Fernando Lanz Duret y Secretario diputado J. Guadalupe Mata López, para que se sirvan recibir e introducir en este recinto al ciudadano presidente de la República.

(La Comisión cumple su cometido.)

- El mismo C. Secretario (leyendo):

"Sentimientos de la Nación", o 23 puntos dados por Morelos al Congreso de Anáhuac:

"1o. Que la América es libre e independiente de España y de toda otra Nación, Gobierno o Monarquía, y que así se sancione, dando al mundo las razones.

"2o. Que la Religión Católica sea la única, sin tolerancia de otra.

"3o. Que todos sus ministros se sustenten de todos, y sólo los diezmos y primicias, y el pueblo no tenga que pagar más objeciones que las de su devoción y ofrenda.

"4o. Que el dogma sea sostenido por la jerarquía de la Iglesia, que son el Papa, los Obispos y los Curas, porque se debe arrancar toda planta que Dios no plantó.

"5o. La Soberanía dimana inmediatamente del Pueblo, el que sólo quiere depositarla en sus representantes dividiendo los poderes de ella en Legislativo, Ejecutivo y Judiciario, eligiendo las Provincias sus

vocales, y éstos a los demás, que deben ser sujetos sabios y de probidad.

"6o. (En el original donde se tomó esta copia -1881-, no existe el artículo de este número.)

"7o. Que funcionarán cuatro años los vocales, turnándose, saliendo los más antiguos para que ocupen el lugar los nuevos electos.

"8o. La dotación de los vocales, será una congrua suficiente y no superflua, y no pasará por ahora de ocho mil pesos.

"9o. Que los empleos los obtengan sólo los americanos.

"10o. Que no se admitan extranjeros, si no son artesanos capaces de instruir, y libres de toda sospecha.

"11o. Que la patria no será del todo libre y nuestra, mientras no se reforme el gobierno, abatiendo el tiránico, substituyendo el liberal y echado fuera de nuestro suelo al enemigo español que tanto se ha declarado contra esta Nación.

"12o. Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deberán ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, aleje la ignorancia, la rapiña y el hurto.

"13o. Que las leyes generales comprendan a todos, sin excepción de cuerpos privilegiados, y que éstos sólo lo sean en cuanto el uso de su ministerio.

"14o. Que para dictar una ley se discuta en el Congreso, y decida a pluridad de votos.

"15o. Que la esclavitud se proscriba para siempre, y lo mismo la distinción de castas, quedando todos iguales, y sólo distinguirá a un americano de otro, el vicio y la virtud.

"16. Que nuestros Puertos se franqueen a las naciones extranjeras amigas, pero que éstas no se internen al reino por más amigas que sean, y sólo haya puertos señalados para el efecto, prohibiendo el desembarco en todos los demás, señalando el 10% u otra gabela a sus mercancías.

"17o. Que a cada uno se le guarden las propiedades y respete en su casa como un asilo sagrado señalando penas a los infractores.

"18o. Que en la nueva legislación no se admitirá la tortura.

"19o. Que en la misma se establezca por Ley Constitucional la celebración del día 12 de diciembre en todos los pueblos, dedicado a la patrona de nuestra libertad, María Santísima de Guadalupe, encargando a todos los pueblos la devoción mensual.

"20o. Que las tropas extranjeras o de otro reino no pisen nuestro suelo, y si fuere en ayuda, no estarán donde la Suprema Junta.

"21o. Que no hagan expediciones fuera de los limites del reino, especialmente ultramarinas, pero que no son de esta clase, propagar la fe a nuestros hermanos de tierra dentro.

"22o. Que se quite la infinidad de tributos, pechos e imposiciones que más agobian, y se señale a cada individuo un cinco por ciento en sus ganancias, u otra carga igual ligera, que no oprima tanto, como la alcabala, el estanco, el tributo y otros, pues con esta corta contribución, y la buena administración de los bienes confiscados al enemigo, podrá llevarse el peso de la guerra y honorarios de empleados.

"Chilpancingo, 14 de septiembre de 1913. José María Morelos.

"23o. Que igualmente se solemnice el día 16 de septiembre todos los años, como el día aniversario en que se levantó la voz de la independencia y nuestra santa libertad comenzó, pues en ese día fue en el que se abrieron los labios de la Nación para reclamar sus derechos y empuño la espada para ser oída, recordando siempre el mérito del grande héroe el señor Miguel Hidalgo y su compañero don Ignacio Allende. Respuestas en 21 de noviembre de 1813, y por tanto quedan abolidas éstas, quedando siempre sujeto al parecer de S. A. Serenísima."

El C. secretario senador Román Celis, Carlos: De conformidad con lo establecido por el Decreto correspondiente se procederá a dar lectura al siguiente documento histórico:

"Acta de Independencia, formulada por el Primer Congreso de Anáhuac el 6 de noviembre de 1813.

El congreso de Anáhuac, legítimamente instalado en la ciudad de Chilpancingo, de la América Septentrional, por las provincias de ella declara solemnemente, a presencia del Señor Dios, árbitro moderador de los imperios y autor de la sociedad, que los da y los quita, según los designios inexcrutables de su providencia, que por las presentes circunstancias de la Europa ha recobrado el ejercicio de su soberanía usurpado: que tal concepto queda rota para siembre jamás y disuelta la dependencia del trono español: que es árbitro para establecer las leyes que le convengan para el mejor arreglo y felicidad interior: para hacer la guerra y paz, establecer alianzas con los monarcas y repúblicas del antiguo continente, y mandar embajadores y cónsules: que no profesa ni reconoce otra religión más que la católica, ni permitirá ni tolerará el uso público ni secreto de otra alguna: que protegerá con todo su poder, y velará sobre la pureza de la fe y de sus demás dogmas, y conservación de los cuerpos regulares. Declara por reo de alta traición a todo el que se oponga directa o indirectamente a su independencia, ya protegiendo a los europeos opresores, de obra, palabra o por escrito, ya negándose a contribuir con los gastos, subsidios y pensiones para continuar la guerra hasta que su independencia sea reconocida por las naciones extranjeras: reservándose al Congreso presentar a ellas, por medio de una nota ministerial, que circulará por todos los gabinetes, el manifiesto de sus quejas y justicia de esta resolución, reconocida ya por la Europa misma.

Dado en el Palacio Nacional de Chilpancingo, a 6 días del mes de noviembre de 1813. Licenciado Andrés Quintana, vicepresidente. Licenciado Ignacio López Rayón. Licenciado José Manuel de Herrera. Licenciado Carlos María Bustamante. Doctor José Sixto Verduzco. José María Liceaga. Licenciado Cornelio Ortiz de Zárate, secretario."

El C. Presidente: Tiene la palabra el ciudadano diputado licenciado Alfredo Ruiseco Avellaneda.

El C. Ruiseco Avellaneda, Alfredo: Señor Presidente de la República, señor Presidente de la Cámara de Diputados, señor presidente de la Cámara de Senadores, compañeros diputados y senadores:

"En una vida humana de excepción parece que son sólo unos cuantos momentos los que otorgan

su sentido y dimensión frente a sus contemporáneos y para la posteridad.

El 14 de septiembre de 1813 rompe José María Morelos sus limitaciones de caudillo y se coloca en el ámbito intemporal, al que nuestra patria vuelve los ojos cuando necesita infundir a sus hombres, a sus mujeres y a sus jóvenes la energía superior para mantener intacta su fe en el propio destino y vigente la norma nacional que nos obliga a decoro ejemplar de ciudadanía.

Hay allí otros que lo igualan, pero él está de pie sobre su tiempo y sobre el nuestro, implícito para siempre en los hechos y en las formas de nuestro patriotismo, precediendo a todos los que fueron capaces de desentrañar, con intuición luminosa, de la complicada materia nacional, el principio rector, el módulo de armonía en el que el pueblo se reconoce, sin reservas, y en el que encuentra la unidad de fines, que reduce el mínimo las divergencias humanas y hace posible la convivencia y la autodeterminación. Recortada, sobre el fondo de lucha de nuestra integración nacional, la figura de Morelos aparece ante la veneración de todos los que quisiéramos ser perfectos mexicanos, como punto de arranque y de llegada, de un estilo nacional que ya avizoramos en nuestras horas menos agitadas. Desde su altura ciudadana habrá que contemplar las incógnitas de nuestra vida, cada vez que intentemos despejarlas con decisión.

Como si todos los factores, que concurren a modelar su vida, hubiesen estado encaminados a indentificarlo con las definiciones más estrictas de lo mexicano, Morelos fue hasta los veinticinco años un asalariado de la tierra. De ella le viene la claridad con que piensa y siente a su patria. A él no se le encuentra en los libros de su época, como a Hidalgo; es oriundo de una inmemorial manera de sabiduría, para la que no es importante la ubicación teórica y temporal. La tierra está en el alma de México, como la savia en el árbol, y él va tan lleno de ella, de su significado, de su filosofía y de su justicia, que apenas se le notan los entorchados del caudillo. Por ello, cuando le matan a Hermenegildo Galeana, le invade esa melancolía -como la de Bolivar- que vuelve más cálido y estremecido su bronce inmortal de libertador: "¡Se acabaron mis brazos! ¡Nada soy ya!"

Ciertamente, en ese instante -ocaso del militar- no hace sino sumar una ejemplaridad más al volumen heroico de su estatua. Un año antes había dejado, en unas cuantas lineas luminosas, los "Sentimientos de la nación". Con qué profunda sinceridad expresa, en ese título, lo que va en él, no como un saber, sino como una sensibilidad, que es la vía por la que muchos mexicanos, los mejores tal vez, toman conciencia de su historia y de su mundo.

Y digo los mejores porque, aceptando las jerarquías que impongan el tiempo o la pasión, así fueron Juárez y Madero, Zapata y Carranza, y así lo es el Presidente López Mateos, por haber sabido anegar la totalidad de su vida, en el torrente de la historia auténtica, y templar en ella el talento y el carácter para ensanchar la geografía, la libertad y la dignidad del espíritu de México.

No importa cuál haya sido el destino de lo que él llamó "Decreto Constitucional para la libertad de la América Mexicana". La unidad política de un grupo humano tiene su valor y su razón de existencia en sí misma, en lo que real y materialmente constituye la sociedad. La esencia de la Constitución no es la ley o la norma, sino la decisión Política del poder constituyente, que siempre está en el ser concreto del pueblo.

Cuando rechaza, airado, el proyecto constitucional de Ignacio Rayón, moldeado sobre la Constitución Española de 1812, parece como si presintiera, con su fina sensibilidad de patriota, la indignación de Servando Teresa de Mier, espectador entonces de galerías en las Cortes de Cádiz, y como él, mexicanísimo, tan sólo por su contradictoria condición de revolucionario y de fraile. Indignación de la que dio testimonio más tarde, desde su mazmorra de San Juan de Ulúa, al cubrir a los legisladores españoles, racistas y segregacionistas estultos, con la más sublimes injurias, en su escrito "Idea de la Constitución."

Aquel "Siervo de la Nación" que, por propia decisión, fue Morelos, como todos los verdaderos caudillos iberoamericanos, trueca la espada, llena de gloria, por la grave responsabilidad del gobierno legislador, y vuelve la espalda a la tiranía ilustrada, que el uso de su tiempo hubiera hecho explicable. Opta por la ley frente al poder y se consagra para siempre como prócer de las libertades americanas.

Advierte, con su genio de forjador de patrias, que el pasado colonialista y feudalismo es el obstáculo que, fatalmente, impide la liberación de su pueblo. No admite transacciones que traicionen la sangre de los patriotas, quiere la igualdad y la independencia sin taxativas. Adquiere una dimensión histórica, que trasciende su temporalidad por la proyección que da a la informe materia social del país e hinca su férrea voluntad en lograr la acción ordenadora y educadora del Derecho Constitucional, para construir una unidad nacional limpia de sumisión a lo extranjero y entregada con sacrificio y heroísmo, a firmar y precisar su propio destino.

En sus 23 puntos de los "Sentimientos de la Nación" están latiendo, vivas, la huellas del pasado y las lejanías por alcanzar. Habla de la "buena ley" con un sentido social que hasta un siglo después habría de reencontrar la Revolución de 1910.

Entenderlo y venerarlo, no únicamente por su meteórica grandeza de defensor de la Independencia, sino también, y muy principalmente, por la altura de su pensamiento social, es un homenaje, que siempre le estará debiendo nuestro pueblo, cada vez que los intereses minoritarios de cualquier índole pretendan deformar la justicia social mexicana.

Quienes han tenido el privilegio de crear riqueza deben entender que la ciencia y la técnica, en que aquélla se sustenta, es patrimonio de la experiencia milenaria de la sociedad, cuya esencia no es una suma de hombres, sino un indivisible y solidario ser con los demás. La deformación analítica que engendra la solidaria soberbia individualista, jamás podrá movilizar al Estado Mexicano contra el derecho específico, primario y elemental del pueblo, a participar de los bienes producidos, en el ámbito natural, del que él mismo es parte viva e inseparable. La libertad y la paz, verdaderas y posibles, forman la atmósfera que envuelve el equilibrio entre el pueblo y el bienestar

económico, en el que éste encuentra su dignidad; sólo dentro de ella se alcanza el "deber ser", que no es otra cosa que la posibilidad de superación que acompaña, desde su nacimiento, como un programa ineludible, a la existencia, mínima o grande, de cada hombre y de cada pueblo.

Un contemporáneo europeo de aquella época dramática, al conocer la Constitución de Apatzingán, exterioriza su asombro ante al hecho de que "tan serena y sabia legislación se redactase y promulgase entre el silbido de las balas y el estruendo de los cañones..."

Basta este episodio para sentir a Morelos presente en cada uno de los acontecimientos, con influencia decisiva en el siglo y medio que antecede a nuestra vida actual. Como el de Benito Juárez es el suyo heroísmo de un pueblo, no de un individuo; por eso son los creadores egregios de nuestro estilo.

Entre las muchas cosas que parece advertir con claridad innegable está el mosaico étnico y sociológico de su pueblo; la libertad rompería los vínculos infamantes; pero si no podía resolverse en norma constitucional ordenadora, la realidad nacional quedaría a merced del caudillismo y la dictadura, que - como fue- volvería a provocar la rebelión y la sangre. De ahí su angustia por proteger la existencia de su Congreso.

Ahí estaban, efectivamente, la masa indígena, envilecida y explotada; pero llena aún de sus viejas convicciones prehispánicas, la población mestiza que habría de aportar su finura y su genio a la nacionalidad y la soberanía minoría criolla.

Cuando estalla el movimiento armado de 1910 contra el orden falsificado del porfiriato, encuentra esta misma estratificación social transformada por el tiempo: la primera, en la gran facción agraria, que aportaba, con su sangre pura mexicana, la radical traición colectivista de su organización campesina original; la segunda daba nacimiento a los poderosos sectores obrero y popular. La tercera permaneció terca e inadaptable, como un residuo extraño, resentida por sus frustrados intentos regresivos y entrevistas. Era, en esencia, el mismo panorama de anarquía substancial, que llenaba de amargura a Morelos y que inspiró los empeños constitucionales de los mejores hombres de nuestra historia independiente.

Vale la pena señalar, en honor de los hechos y los hombres que recordamos hoy, que precisamente de los lacerantes desajustes, que operan todavía en nuestra compleja organización social, ha nacido la necesidad del profundo conocimiento humanístico que distingue a nuestra doctrina revolucionaria.

La Proeza de nuestro país, iniciada, heroicamente, por Morelos, ha consistido en incorporar a nuestra Carta Constitucional y a nuestra organización política el principio armonizador de nuestras lamentables diferencias internas.

Tuvo que ser el último caudillo de nuestro pasado inmediato, inmerso él mismo en el remolino de las pasiones políticas desbordadas, el general don Plutarco Elías Calles, quien comprendiera que la Constitución Política, cuya autenticidad normativa se había logrado con tanta sangre, no debería ser expuesta al peligro de las pugnas electorales de las tendencias nacionales. Con el decidido apoyo de la masa total del pueblo, cuya heterogénea composición encontró su expresión en las grandes centrales políticas, instituyó el primer Partido Revolucionario y, con él, una de las vías de equilibrio y unidad, preservativas de la libertad en su genuino significado mexicano, que es el de alcanzar, sin coacciones internas y externas, las metas de justicia social implícitas en sus programas de progreso y desarrollo. En la medida en que es nuestro deber esclarecer la confusión con que la mala fe y la ignorancia rodean nuestra organización política, y evitar que algunos mexicanos sean arrastrados por el "malinchismo" político, que juzga a su patria desde sistemas democráticos que no le atañen y sepan que ningún ocultismo degradante hay en nuestra actividad electoral, queremos recalcar, ante el pueblo, el origen de nuestras diferencias.

Nuestros partidos revolucionarios tuvieron una génesis inversa a aquella que dio nacimiento a los partidos políticos en el mundo. En México no fue un proselitismo de mandado, desde una ideología, y logrado por una minoría catequizante, lo que advino mayoría absoluta, sino la totalidad de las clases desheredadas, levantadas en pos de una estructura igualitaria y contra una oligarquía detentadora de los bienes productivos y de las posibilidades de educación y preparación técnica, las que intentaron, desde 1917, hasta 1929, en que lo lograron, con las variantes que impuso la evolución de las técnicas sociales, constituir un instrumento político de lucha libertaria y progreso, sustentando en lo único que podía ser su ideología: la historia mexicana, interpretada como proceso esclarecedor y revolucionario del ser social del hombre.

Consecuentemente, a nuestro actual Partido Revolucionario Institucional, en tanto que su contenido humano es, por razones históricas, la mayoría absoluta del pueblo, le es fácil, sin salir de su estructura estatutaria interna, realizar investigaciones de opinión que, necesariamente, tienen carácter nacional y tomar decisiones que, fundadas en ese criterio mayoritario, irrumpen en el ámbito electoral con fuerza incontestable. No de espaldas al pueblo, sino encarando, con él, el futuro de México.

Carecen de razón y derecho quienes demandan la anticipación de las decisiones finales del Comité Ejecutivo Nacional, el que, salvo a sus asambleas en el momento oportuno, no tiene porqué exteriorizar sus procedimientos internos.

El régimen de libertad en que vivimos no excluye la actividad de otros partidos que buscan su inspiración en diversas doctrinas democráticas, y cuyo campo de acción constitucional ha sido abierto, liberalmente, con las reformas a los artículos 54 y 63 de nuestra Carta Magna. Para nuestra doctrina social revolucionaria, el contenido de la palabra "democracia", es la autodeterminación, que no enjuicia la conducta política, ni de los ciudadanos ni de las naciones, por su adhesión estricta a patrones teóricos, más o menos clásicos, sino por su fidelidad a su historia y a sus decisiones evidentes de existir conforme a sus propias definiciones. Ello justifica nuestra determinación de seguir reconociendo al Partido Revolucionario Institucional su carácter de institución creada por voluntad mayoritaria de las masas revolucionarias de México, y nos autoriza a afirmar,

con orgullo de hombres libres, que, conforme a nuestra idiosincrasia, a nuestro pasado histórico y a nuestra propia e inconfundible doctrina social, el pueblo mantendrá activo su poderoso instrumento político mientras no se realicen, integralmente, los ideales de justicia social que reclama la dignidad del hombre.

Justo en este escenario de las tierras sureñas, en las que tuvo su existencia de relámpago la obra de Morelos, no sólo es propio, sino imperativamente obligatorio, hablar de los temas vitales de México. Porque todo parece pensado y hecho aquí para siempre, en el palmo de tierra que pisaba; pero que, para él, era todo México gigantesco, que no pudo abarcar en vida.

Para ese territorio minúsculo fueron las proclamas que ahogó el estruendo de los anatemas, el Congreso errante y frustrado, la Constitución de vigencia ilusoria, la moneda que a nadie enriqueció, el vigoroso acento de una soberanía sin dominio. Claro ésta: por todo el Sur quedó el estruendo de las batallas, que libró su hombría con ejemplar heroísmo. Hay quien guste de llamarle generalísimo. Pero lo que cuenta es la energía telúrica con que plantó en la historia la simiente impecable de su desesperado anhelo de patria liberada, de su rebeldía indomable frente a la opresión, de su mística pasión por la justicia social, de su entrega abnegada al pueblo que lo hizo.

Aquí tomó su impulso la corriente que labró el cauce en que puede medirse hoy la dimensión real de nuestra nación. Desde la altura histórica que nos presta la estatura moral del "Siervo de la Nación" podemos ver el torbellino del venero y, a la distancia el agua que se vuelve soterraña bajo las carencias insoslayables de nuestro pueblo.

Jamás habrá sido más apremiante acelerar la realización de los programas de desarrollo general, frente al crecimiento explosivo de la población. Es seguro que, en un tiempo ya inminente, hará crisis la exigencia clamorosa de todos los pueblos iberoamericanos por una auténtica liberación económica, que permita a las naciones y a los hombres una existencia cabal y digna. Nada puede oponerse a la razón certera y seca de los economistas en apoyo de un máximo nivel de vida. Pero, sin mengua del profundo respeto que nos merece el nivel, hoy nos place ocuparnos de la vida.

Y es que, muchas veces, dentro de la forma abstracta y general de la programación económica, se pierde un poco el sentido mexicano y revolucionario que debe tener para nosotros.

Los esquemas de superación del menor desarrollo pueden ser válidos en un momento dado, lo mismo para el Estado norteamericano de Puerto Rico, que para una remota región de la Unión Sudafricana.

México requiere que, cada día, con más precisión, se destaquen su trayectoria histórica y sus experiencias vividas, como sólido apoyo para sus estructuras política y económica.

Las determinantes históricas han conducido al Estado mexicano a contemplar al hombre como un ser explicado, científica y claramente, por sus características específicas. Limpio de toda niebla metafísica. Que, por ser medularmente social y sensible a los factores circunstanciales, diversifica, profundamente, sus agrupamientos culturales y, por lo mismo, es irreductible a los valores sociales que no ha creado o descubierto por sí mismo. Mas, en ello, funda el postulado de libertad, como condición imprescindible para realizarse física y espiritualmente y el respeto a la autodeterminación y a la convivencia como fórmula de paz universal. En suma, las notas esenciales de universalidad y solidaridad que le otorga, magistralmente, nuestro humanismo revolucionario en el artículo 3o. constitucional.

De la cultura agraría prehispánica con su evidente carácter comunitario, procede la radical vocación colectiva de la población indígena de nuestro país. Cuando la revolución agraria, después de tres siglos de opresión feudalista, destruye el latifundio, no sólo recobra el ámbito ancestral de su plena existencia, sino que rompe para siempre la institución de la propiedad rural como versión absoluta del dominio privado sobre los bienes, y planta la raíz de su mundo prehispánico socialista, no sólo en la tierra, sino en toda la riqueza nacional, la que el artículo 27 constitucional modula como el patrimonio social de la nación mexicana.

Cualesquiera que sean los pasos que se den hacia una organización estrictamente contemporánea del Estado, dentro del ángulo abierto de nuestro derecho constitucional, queda claro que la Revolución es, por la historia y por el hombre, antes que por la doctrina y el derecho, radicalmente humanística y colectivista.

Ahora advertimos con cuánta fidelidad nos entrega la historia el espíritu de Morelos enclavado, promisoriamente, en un tiempo que ya es nuestro. Ella le concede, en la opinión de sus más fieles intérpretes, el carácter de socialista. Lo fue en modo esencialmente mexicano.

Por ello, al recordar hoy, cumpliendo así con el más adecuado homenaje que pudiéramos rendirle, las proféticas palabras con las que aquel inmaculado maestro de la civilidad inició la constitucionalidad y la verdadera independencia de México y advertir que, además del contenido de respeto al hombre y de lealtad a su patria, entrañan un tremendo emplazamiento a ser como debemos; pensamos, sin remedio, en que buena parte de la confusión que priva entre las nuevas generaciones de mexicanos se debe a esa callada pasividad con que se aceptan -más de la cuenta- los esquemas abstractos de desarrollo, que, al carecer de contenido ideológico, dejan la causa de México sin la egregia pasión que hizo posible la Independencia y la Reforma.

Si el silencio conformista de esta generación dejara sin respuesta el llamamiento de Morelos, se exhibiría como impotente para el másculo ejercicio de la libertad, daría la impresión de que, con ella, se había perdido para siempre el viejo vocabulario de lucha de nuestra Revolución -la intachable y profundamente mexicana- que está pidiendo se le devuelva; por que las palabras, al perderse, pueden arrastrar con ellas los rasgos distintivos del pueblo, cegar la mirada que define en la niebla la rectitud de los caminos, y ablandar, con su olvido, la reciedumbre de los brazos, que, como los de nuestro ilustre invitado, el C. Presidente López Mateos, puedan mantener en alto, en cada hora y en cada día de nuestra existencia, las banderas con que nos honró la herencia de la historia." (Aplausos nutridos.)

El C. Presidente: Tiene la palabra el ciudadano senador licenciado Manuel Moreno Sánchez.

- El C. senador Moreno Sánchez, Manuel:

"Ciudadano Presidente de la República. Ciudadano Presidente de la Cámara de Diputados. Ciudadano Presidente de la Cámara de Senadores. Distinguidos invitados. Ciudadanos diputados y senadores.

El hombre, en circunstancias normales, se halla dotado por igual para venerar el pasado, vivir el presente y anticipar el porvenir. En cierto modo, su vida es como un puente entre lo que antes fue y lo que ha de llegar a ser; la armonía de su existencia está en el equilibrio que él mismo forma y sostiene sobre los tres tiempos de su historia, no entregándose demasiado al recuerdo de las cosas idas, ni viviendo como si lo de ayer o lo de mañana poco le importara. Un desarrollo equilibrado produce ejemplares humanos de elevada claridad, que saben inclinarse con respeto ante la tradición, que viven con intensidad el trozo de tiempo que les ha tocado, y que pueden entrever, más allá de las nieblas, los perfiles del paisaje que, mañana, ellos mismos, o quienes les sigan, han de tener al alcance de la mano. El mito de Jano es, así, tan auténtico, como los otros que expresan hondas cualidades de la naturaleza individual o colectiva. Podría decirse que el hombre vive ligado a sus predecesores; pero, en la misma forma, se siente atado a sus continuadores.

El respeto a lo memorable, la admiración a su vitalidad y el reconocimiento de su previsión, se conjugan cuando nos trasladamos hasta aquí para rendir un homenaje a quienes concibieron y realizaron la idea de integrar un congreso que dirigiera la lucha insurgente y que proyectara la suerte de la nación mexicana: el Primer Congreso de Anáhuac. Al rendir este homenaje, no solamente consideramos lo que él significó, y reiteramos nuestra apasionada adhesión a sus ideales, aún vivos, sino que, a la vez, advertimos la anergía creadora de las ideas que aquí alentaron y que continúan latiendo en nosotros para iluminar, todavía por mucho tiempo, nuestros paisajes tan intensamente azules y mexicanos.

Los miembros del Congreso de Anáhuac, reunido en esta ciudad hace ciento cincuenta años, eran: Ignacio López Rayón, José María Liceaga, José Sixto Verduzco, Carlos María de Bustamante, José María Cos, Andrés Quintana Roo, José Murguía y Galardi y José Manuel Herrera. Esa nómina del Congreso se modificó pronto. En el acta de Independencia, del 6 de noviembre de 1813, no figuran las firmas de Murguía ni de Cos; pero Cornelio Ortiz de Zárate la suscribió como secretario. Un año después, de los citados, sólo Liceaga, Verduzco Herrera y Cos firmaron la Constitución de Apatzingán, en unión de los siguientes diputados: José María Morelos, José Sotero de Castañeda, Cornelio Ortiz de Zárate, Manuel de Aldrete y Soria, Antonio José Moctezuma, José María Ponce de León, Francisco de Argandar y, como Secretarios, Remigio de Garza y José Bermeo.

El Co ngreso fue integrado para orientar la guerra de Independencia, en momentos que parecía carecer de dirección unificada, lo cual era una función ejecutiva; y se instituyó también para algo que importa más directamente al actual Poder Legislativo de la Unión: para dictar las reglas fundamentales, las normas que pudieran organizar, en definitiva, la Nación y su gobierno. En suma: el Congreso tuvo una clara misión constituyente.

Acorde con la filosofía politicosocial, que informaba la mente de los caudillos insurgentes, en aquel Congreso se buscaba integrar la representación del pueblo mismo y, por eso, alcanzaba la dignidad de majestad, que era el término con que entonces quería calificarse la más alta entidad soberana del país. El jefe militar más fuerte, Morelos -que por ello llegó a ser también al más noble y desinteresado respecto a las tentaciones del poder-, vino a rendir su espada ante el Congreso, a ampararlo y aprotegerlo para que pudiera cumplir sus elevadas funciones y, en todo caso, quiso derivar de su voluntad colectiva el origen del mando que ejercía. Tan decidida fue su adhesión a la idea de que el Congreso representaba a la Nación misma, que en las complicaciones militares que demandaron su protección y su defensa Morelos encontró el camino del martirio.

De la existencia del Congreso de Anahúac surgen dos ideas, que, desde entonces, han anidado en la mente de los mejores hijos del país: la de que México habría de llegar a ser una nación independiente, y la de que su gobierno habría de emanar siempre del pueblo, a través de representantes electos popularmente. Una nación independiente y soberana, y un gobierno de estructura democrática representativa.

Los documentos principales de aquel Congreso, el Acta de Independencia que redactó, los objetivos que se marcaron en las palabras que ante él dijo Morelos, muy especialmente los "Sentimientos de la Nación", así como los demás trabajos que fueron produciéndose hasta formular la Constitución de Apatzingán, encierran ya muchas de las grandes preocupaciones que México ha afrontado posteriormente, muchos de los ideales que han abrazado los representativos de la tendencia del progreso y de la justicia, y muchas de las instituciones que han llegado a fortalecerse en la estructura de la República.

Aludimos, ante todo, a la idea de una nación independiente y libre, así como a su tributo esencial, la soberanía, que, según las palabras del Acta de Independencia, había sido usurpada y, por tanto, se recobraba su ejercicio, y que, según el texto de Apatzingán, es por naturaleza imprescriptible, inenajenable e indivisible, y consiste en la facultad de dictar leyes y establecer la forma de gobierno que más convenga a los intereses de la sociedad. Nos referimos, también, a la idea de que un Congreso electo por el pueblo representaba a la Nación y, por medio de discusiones y votación plural debería resolver los asuntos que produjeran la felicidad del pueblo.

En el Congreso de Anáhuac alentaron ideas que han llegado a formar parte del ideario nacional: el que la ley es superior a todos los hombres y a todos los privilegios y ha de ser la que establezca las normas de la sociedad y su reforma. Desde entonces la ley es, para nosotros, instrumento por excelencia para mejorar la sociedad. Así lo ha intentado en varias ocasiones nuestro pueblo, al procurar con las reformas constitucionales, las transformaciones pacíficas. Sólo cuando su impulso renovador ha encontrado barreras al parecer infranqueables, el pueblo ha

recurrido a las armas para imponer los trazos de otro orden social.

La violencia no ha sido de su agrado, por ser pueblo pacífico y anhelante de progreso; pero cuando la empleó como supremo recurso procuró abreviarla. Siempre que intentó ese camino se apresuró a precisar el plan de las modificaciones por realizar, el programa a que habrían de ajustarse los cambios en la sociedad y las normas que debieran privar para la creación de un régimen nuevo. Lejos está, asimismo, de la mente del pueblo mexicano el que las revoluciones principien de un modo y terminen de otro distinto o contradictorio; siempre ha seguido programas y planes de lucha definidos, y en el respeto que los jefes revolucionarios les otorgaron, o en la forma en que los abandonaron, el pueblo ha sabido medir su grandeza ante la historia.

El orden que rige, y los propósitos de reformarlo, son y han sido los extremos que se enfrentan en cada conflicto de nuestra historia. El pueblo conoció en todos los casos la causa por la que luchaba y se ha dado clara cuenta de cuándo sus dirigentes la pospusieron o desvirtuaron, y, con su intranquilidad o su constante rebeldía, ha reiterado los propósitos esenciales, hasta que alcanzan categoría de normas, que sirven para construir la nueva estructura de la sociedad.

Por otra parte, en el alma mexicana palpita la certeza de que la ley no ha de reducirse a sólo forma normativa, sino que debe encerrar un contenido de justicia, para abrir las posibilidades al alcance de todos, sin distingos por motivos de raza, lengua, religión o posición social. Han de poseer un alto sentido humano las reglas que rijan al país, no sólo para que cada quien tenga o retenga sus bienes y posiciones, sino para que, en la colectividad, "se moderen la opulencia y la indigencia", como postuló Morelos; esto es, para que se ascienda con firmeza al nivel de una sociedad en que la igualdad no sea un sueño irrealizable, sino un sistema en que todos participen del patrimonio común.

Por eso, si la única riqueza disponible y aprovechable por los mexicanos era entonces la tierra, a su mejor repartición se dedicaron muchos pensamientos fundamentales de Morelos y de quienes lo acompañaban; de modo que así comenzó a ser un principio social nuestro el dar acceso a ella, como medio de vida y de trabajo, a todos los capaces de labrarla para crear su destino personal y el de sus familias. Del posible acceso de todos a la riqueza colectiva, se ha desprendido siempre, para nosotros, la seguridad de que la Nación será más fuerte, en tanto que sus hijos defiendan con mayor vigor sus instituciones y que éstas expresen mejor los medios del progreso contante de la población y que se identifiquen con la Nación misma.

En un consenso general el reconocer que Morelos, especialmente, y el grupo de hombres que con él lucharon y, desde luego, los que integraron el Congreso de Anáhuac, fueron de esos verdaderos estadistas que se adelantan a su tiempo y a sus circunstancias. Adelantarse a su época no significa, en manera alguna, perder el contacto con la realidad, sino más bien adivinar el sentido en que esa realidad va a desenvolverse. Tan idealistas, como puedan serlo, los verdaderos hombres de Estado son realistas en tanto que no pierden el hilo conductor de la historia. Cada hecho, cada suceso del presente, tiene necesariamente repercusiones en la mañana, próximo o remoto; prever el sentido y las consecuencias de los hechos actuales es privilegio del estadista que así gobierna en su tiempo y que se convierte en un consejero inapreciable. En tan destacada capacidad, y en su fino sentido del recurso histórico, el verdadero político halla su justificación objetiva ante su pueblo y la culminación de su destino individual.

El desenlace del Congreso de Anáhuac, en uno de sus primordiales aspectos, fue la Constitución de Apatzingán, terminada en 1814. Cualesquiera que hayan sido sus implicaciones en un monumento constante para el país. La cuestión de si rigió, o no rigió, como ley constitutiva, no pasa de ser un problema escolástico. Por encima de su vigencia legal rigió, y sigue rigiendo, con los ideales profundos que le alimentaron, que ella concretó, y que siguen proyectándose en nuestra vida nacional. Sus postulados operaron, y operan aún, en la conciencia mexicana; y, desde este ángulo, bien podemos decir que ha regido más vigorosamente que otros códigos que el pueblo no consideró en manera alguna como suyos, ni como expresivos de sus principios básicos.

Es indudable que el Congreso de Anáhuac se halla el primer jalón que marca la evolución progresiva del Poder Legislativo mexicano y de sus relaciones con los demás poderes, especialmente con el Ejecutivo; relaciones que han motivado hondas preocupaciones en diversas etapas de nuestra historia, y cuyos términos actuales corresponden a los propósitos que en el país ha logrado marcar en su ascenso: de la contradicción a la armonía y de la dispersión a la unidad gubernativa, en el designio común de servir al pueblo.

La configuración de nuestro Poder Legislativo comenzó por aceptar una cierta limitación de las Cortes españolas, mediante elección indirecta. Bastaría considerar la circunstancia histórica de sus comienzos para justificarlo así; puesto que no había otro modelo más comprensible de inmediato y porque todavía balbuciente la idea de nuestra Independencia no acertábamos a buscar caminos diversos para la organización constitucional. Al extremo de esta circunstancia, y para oponerse al modelo de las Cortes, que correspondía a un régimen monárquico, comenzó a formularse la idea republicana de un Poder Legislativo nacido de elección universal y directa, y fuente original del Poder Ejecutivo.

En forma distinta al curso que en Europa siguió la evolución constitucional, el modelo norteamericano conformó un gobierno fundado en la separación de Poderes, con un Legislativo que interviene en las labores del Ejecutivo, al que a menudo limita o coarta, hasta llegar al régimen que se ha podido llamar congresional.

En este terreno, como en otros, México ha ido afinando, también, sus propias soluciones.

Después de las Bases Constitucionales de Iturbide, de inspiración monárquica, las proyecciones oscilaron ante la contemplación de modelos opuestos y, en cierto modo, contradictorios entre sí. Desde la pronta aceptación de la República Federal de 1824, pasamos por la monstruosa concepción de un Cuarto Poder moderador en las Bases Constitucionales de 1836, por el centralismo aristocratizante de las Bases Orgánicas de 1842, hasta el desconcierto de 1847,

cuando Otero pudo observar que, en el país, ningún Poder tenía conciencia de su estabilidad. Las ideas constitucionales progresistas fueron adquiriendo siempre más claros perfiles, en cuanto a sus propósitos y lineamientos. Después de que la anarquía parecia haberse apoderado de la República, el Constituyente de 1856 vuelve a encarnar todas las esperanzas de integrar una mejor doctrina política nacional.

Los elogios que ha merecido el Constituyente de 1856, habrán de reiterarse en toda ocasión. Pocas veces, hombres tan eminentes se reunieron para decidir, mediante discusiones libres y llenas de patriotismo, la suerte de México. Dejaron por siempre sentado el ejemplo de que la libertad en la exposición de las ideas, o la independencia de los criterios, sólo tiene como limitación el bien del pueblo, y de que las luchas ideológicas entre los individuos no han de llevarlos a enemistades enojosas que enturbien su tranquilidad, sino que han de expresar la consideración que merece el que tiene un criterio conformado y que sabe sostenerlo en la discusión, de modo que mediante su ejemplo de respetar a los demás, él mismo se haga respetable ante los otros. Independencia de criterio no es oposición necesariamente, ni constante actitud contradictoria o irreconciliable postura fraccional. Por el contrario, muchos de los que entonces sostuvieron ideas adversas al proyecto constitucional, en unos puntos, lo apoyaron, decididamente, en otros. A veces triunfaban o eran derrotados en los debates; pero en todos los casos expusieron sus razones y confrontaron sus conceptos con libertad, pensando nada más en el progreso del pueblo y en la grandeza de la República.

En ningún otro terreno, como en el debate legislativo, el triunfo se aprecia no en lograr siempre el buen éxito mayoritario en las votaciones, sino en convencer a los contradictores y, por supuesto, en superar a la oposición. La lucha está en la controversia misma, y se libra con la exposición discursiva del pensamiento, con la habilidad y la imaginación al servicio de la polémica, con la patente emoción puesta en la defensa de las ideas, que de tal modo se tornan en fuerzas operantes dentro de la vida social.

En 1856 era indispensable para México una batalla verbal e ideológica como la que se libró en el seno del Constituyente. La confusión y la desconfianza que se habían creado respecto a las ideas creadoras, así como el abatimiento nacional por tantas frustraciones y derrotas, hacían que el país se moviera de la anarquía a la dictadura, ambos extremos indeseables que acusan hondos males de los que sólo puede salirse por el concurso total de las energías positivas. Aquel debate no sólo encauzó nuevas proyecciones, sino que reafirmó caminos auténticos, pulió los programas de lucha y lavó las banderas, para que el pueblo mexicano pudiera continuar su marcha ascendente.

En 1856 pudieron hablar con amplitud los "puros", que desde siempre fueron y han sido en México los que buscan el progreso, y lo que quieren pronto, sin malograr, o diferir la satisfacción de los anhelos del pueblo. Por eso Zarco fustigaba a quienes, como representantes del retroceso o de la tendencia estacionaría, inscribían en sus banderas la consigna de "no es tiempo todavía", como excusa irrazonable para dilatar los cambios fundamentales. Quienes esperan que sea tiempo para reformar la sociedad, en realidad alimentan el callado propósito de que el impulso, o la presión populares, ceda con el transcurso de los días o de los años, tal vez con el paso de las generaciones, al cabo de los cuales la estructura social no llega a modificarse. Por ello mismo, Arriaga denunciaba la tendencia que sostiene en el país ese como "horror al pueblo", la desconfianza a su capacidad para hallar las soluciones de su vida y la ordenación de sus destino. Quienes no creen en el pueblo, en su clarividencia y en su capacidad creadora, acaban siempre por formar en las filas estacionarías o en las abiertamente conservadoras.

Bien es cierto que el Constituyente de 1856 puso demasiada buena fe en los beneficios de las tareas parlamentarias y nos condujo hasta el desequilibrio de los poderes en favor del Legislativo, poniendo al Ejecutivo trabas diversas que lo imposibilitaban para actuar con celeridad ante los problemas urgentes. Pero ello no fue producto de la demagogia o de las ambiciones de poder, sino la consecuencia silogística de su punto de apoyo que era la soberanía popular depositada en una represión colegiada, democrática y deliberante.

Sebastián Lerdo de Tejeda pudo exponer después, en 1867, con aquella claridad mental que lo caracterizaba, los motivos por los que habría de rebuscarse el equilibrio adecuado entre el Legislativo y el Ejecutivo, a fin de que éste alcanzara la relevancia constitucional que lleva en su naturaleza. Para ello se estimaba conveniente concederle poder de veto respecto de las revoluciones del Congreso, dividir éste en dos Cámaras para hecer más lento, prudente y reflexivo su proceder, reducir su período de trabajo en asamblea plenaria, y restringir las facultades de la Comisión Permanente, tal como ocurrió en las reformas de 1874. Ello parecía indispensable para la marcha normal de la administración pública; debía ponerse en juego el equilibrado proceder de los poderes, a fin de que cada uno operara conforme a su específica función, y de acuerdo con el sentido doctrinario constitucional que los informó. El Legislativo que asume el poder de la palabra para configurar las normas, no ha de extenderse hasta el obrar diario, que no puede realizar; y el Ejecutivo no ha de carecer el poder de actuación inmediata y eficiente, que debe mantener en la estructura gubernativa.

Décadas después, cuando ya no quería echar mano de argumentos doctrinarios constitucionales, con ese embotamiento mental que suele extenderse por épocas en materia de doctrina, hubo que recurrir al expediente de sacar la mano por detrás de la puerta, -engañando al pueblo, que no a la historia-, para lograr que el equilibrio constitucional que habían postulado hombres tan eminentes desembocara, al margen de la letra y del espíritu de la ley, en el predominio político de un caudillo, sometiendo a los legisladores por medio del compadrazgo y de la componenda, con violación de la voluntad del pueblo o con su disfraz, y creando un poderio personal alimentando por la adulación y el servilismo.

Esa situación terminó con la Revolución, y en 1911, el grupo renovador de la XXVI Legislatura, demostró que se debe tirar hacia adelante en la senda revolucionaria, que ya el pueblo había afirmado con su voto, promoviendo reformas que no podían detenerse y alentando al Ejecutivo en todos los actos que coincidían con el sentido de la revolución popular.

La experiencia constitucional del país llevó al Constituyente de 1917 a formular abiertamente otras condiciones en que se diera preeminencia a las actividades ejecutivas, sin romper el equilibrio de los poderes, a fin de que las actividades del Congreso, con sus características de debate y controversia, no detuvieran la marcha reformadora y constructiva de la Revolución. En el régimen presidencial que desde entonces tenemos, el contrapeso de los poderes Legislativo y Ejecutivo está más bien en su cooperación mutua y recíproca, en la fortaleza que para el Ejecutivo significa el respaldo congresional, y en la eficiencia del Legislativo para ser un como puente tendido entre la voluntad directa de la ciudadanía y la actividad constante del Ejecutivo, el que, también emanado directamente del pueblo, siempre puede recurrir a él, inspirarse en él y acatar su trayectoria y sus mandatos.

No surgió definitivamente plasmado este sistema en 1917, pero en ese mismo sentido se ha ido perfeccionando. Ello no quiere decir que no hayamos tocado nuevamente las tentaciones de forzar las circunstancias para asegurar la preeminencia del Ejecutivo a toda costa; pero se ha hecho evidente e indiscutible que es conveniente la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo por una senda de respeto común, mediante la valoración de las diversas funciones que a cada uno atribuye la ley.

La independencia entre ellos no ha de ser contradictoria con la marcha normal del país; la necesidad de su cooperación, se halla en la naturaleza jurídica de los dos, ambos electos directamente por el pueblo e instituidos para su beneficio, en un caso, por la actividad inmediata y constante y, en el otro, por la discusión libre y la vigilancia política, sin caer en la contravención de los ideales populares, la cual resulta siempre ser perturbadora.

No hemos llegado a la etapa final en esta evolución. Nos hallamos en el preludio de la vigencia de formas en que a la elección directa y mayoritaria, se va a enriquecer con el elemento representativo de la proporción, para que se refleje en el Congreso el conjunto diverso que constituye el espectro ideólogico nacional, cuando es proyectado sobre nuestra realidad un haz luminoso de criterios patrióticos y constructivos. Eso será sin duda un nuevo signo de que la imaginación constitucional no se detiene ni se reduce a fórmulas ya ensayadas aquí o en otros lugares sino que, partiendo del principio de que las instituciones son para el hombre, pueden lograrse formas nuevas, siempre que signifiquen mayor eficacia para servirlo y para encauzarlo más prontamente en el camino de la superación colectiva.

Estamos aquí, como sucesores de una clara tendencia progresista, como herederos de los "puros" de 1856, de los "renovadores" de 1911, de los "radicales" de 1916; estamos aquí para rendir un homenaje nacional a los integrantes del Congreso de Anáhuac, visionarios del porvenir de la patria.

Siguen latiendo en nosotros los principios básicos de los "Sentimientos de la Nación": la libertad e independencia; la soberanía del pueblo; el gobierno representativo, la lucha contra la opresión, la opulencia, la indigencia y el privilegio; la conciencia de que la ley, emanada de la representación popular, ha de ser igual para todos sin distingos, y que nuestro país esté franco a todas las naciones amigas.

Aquellos hombres preclaros vivieron intensamente su época, en la misma medida y proporción en que supieron adelantarse a ella; por eso sus ideas, sus palabras y su ejemplo sobreviven en nosotros, y existirán con la misma limpidez para las generaciones futuras." (Aplausos nutridos.)

El C. Presidente: Agotados los asuntos para que fue citada esta sesión solemne, se ruega a la misma Comisión designada acompañar al señor Presidente de la República.

(El C. Presidente de la República, licenciado Adolfo López Mateos, abandona el Salón con los honores de costumbre, acompañado de la Comisión designada al respecto.)

El C. secretario Guzmán Orozco, Renaldo: Se va a dar lectura al acta de esta sesión.

"Acta de la sesión solemne celebrada conjuntamente por las Cámaras de Diputados y Senadores del XLV Congreso de la Unión, en la ciudad de Chilpancingo, Guerrero.

"Presidencia del C. diputado Rómulo Sánchez Mireles.

"En la ciudad de Chilpancingo, Gro., a las once horas y treinta y cinco minutos del viernes trece de septiembre de mil novecientos setenta y tres, con asistencia de ciento doce ciudadanos diputados y cuarenta y ocho ciudadanos senadores, se abre esta sesión solemne que, conjuntamente, celebran las dos Cámaras del Congreso de la Unión para conmemorar el sesquicentenario de la Reunión del Congreso de Anáhuac y que tiene lugar de conformidad con el decreto respectivo publicado en el "Diario Oficial", de siete de febrero del año en curso.

"Se da a conocer la Orden del Día, y una Comisión, designada por la Presidencia, introduce al salón al señor Presidente de la República, quien toma asiento en el Presídium.

"La Secretaría da lectura al documento denominado "Sentimientos de la Nación", dirigido al Congreso de Anáhuac por el Generalísimo Morelos, así como el Acta de Independencia, de 6 de noviembre de 1813, con la cual se clausuró dicho primer Congreso.

"Los ciudadanos diputado y licenciado Alfredo Ruiseco Avellaneda y senador licenciado Manuel Moreno Sánchez pronuncian discursos alusivos al acto de conmemoración que hoy se celebra.

"Después de rendirse los honores de costumbre al señor Presidente de la República, abandonó el salón acompañado por la misma Comisión que lo recibió

"Se lee la presenta acta"

Está a discusión el acta no habiendo quien haga uso de la palabra, en votación económica se pregunta si se aprueba. Los que estén por la afirmativa sírvanse manifestarlo. Aprobada.

El C. Presidente (a las 13.05 horas): Esta Presidencia agradece, cumplidamente, la presencia de los distinguidos visitantes y se levanta la sesión que, conjuntamente, han celebrado las Cámaras de Diputados y Senadores del XLV Congreso de la Unión.

TAQUIGRAFÍA PARLAMENTARIA Y "DIARIO DE LOS DEBATES"