Legislatura XLIV - Año II - Período Ordinario - Fecha 19591222 - Número de Diario 43
(L44A2P1oN043F19591222.xml)Núm. Diario:43ENCABEZADO
MÉXICO, D. F., MARTES 22 DE DICIEMBRE DE 1959
DIARIO DE LOS DEBATES
DE LA CÁMARA DE DIPUTADOS
DEL CONGRESO DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS
Registrado como artículo de 2a. clase Administración local de Correos el 21 de septiembre de 1921.
AÑO II.- PERIODO ORDINARIO XLIV LEGISLATURA TOMO I.- NÚMERO 43
SESIÓN SOLEMNE DE LA H. CÁMARA DE DIPUTADOS
EFECTUADA EL DÍA 22 DE DICIEMBRE DE 1959
SUMARIO
1.- Se abre la sesión solemne en homenaje a la memoria de don Manuel Gutiérrez Nájera. Pronuncian discursos alusivos al objeto de esta sesión, los CC. diputados Antonio Castro Leal y José Luis Martínez Rodríguez.
2.- Se lee y aprueba el acta de la presente sesión, levantándose ésta y se pasa a sesión de Cámara.
DEBATE
Presidencia del
C. JUAN SABINES GUTIÉRREZ
(Asistencia de 119 ciudadanos diputados).
El C. Presidente (a las 13.30 horas): Se abre esta sesión solemne en homenaje a la memoria de don Manuel Gutiérrez Nájera y de conformidad con el acuerdo tomado en sesión efectuada el día cuatro del corriente. Tiene la palabra el C. diputado Antonio Castro Leal.
El C. Castro Leal Antonio: Señor Secretario de Educación Pública. Señorita Gutiérrez Nájera. Honorable Asamblea: "La nacionalidad se va integrando por un dilatado proceso, en sus diversos elementos. El grupo humano busca en sus largas peregrinaciones un territorio; se establece en él, lo defiende contra las conquistas enemigas y va consolidando sus fronteras. La tribu se organiza y bien pronto se transforma en un cuerpo social que va descubriendo las ventajas de la unidad de acción y de la unificación de la autoridad.
Y el pueblo todo, en las distintas actividades de su vida, en las variadas realizaciones de sus empeños y trabajos, va dando pruebas de un espíritu común, de un mismo modo de ver y de sentir que, a lo largo del tiempo, va creando una tradición en que acaba por cristalizar el carácter nacional.
A este carácter general del pueblo, a esta ancha corriente de la tradición espiritual atribuía el gran historiador de la antigüedad cristiana Ernesto Renán, la esencia de la nacionalidad. Mientras una nación mantenga ese espíritu unánime, mientras ese espíritu unánime enraíce bien en la historia y dé pruebas de perdurar a través de todas las contingencias y viscisitudes, no importará - afirmaba Renán - que a ese grupo humano se le despoje de su territorio y que su gobierno se disuelva. Mientras subsista la tradición espiritual de un pueblo con una expresión auténtica de su existencia, ese pueblo subsistirá como nación. Y hemos visto que la desgarrada y desgarradora historia contemporánea a dado razón a Renán, porque las tradiciones espirituales de Polonia y de los diversos núcleos raciales que formaban el antiguo imperio austro - húngaro encontraron la manera de reconquistar la categoría de una nación cuando su bien sentada tradición espiritual logró reintegrar el territorio que le perteneció en otra época y formar un gobierno de acuerdo con su carácter y sus intereses políticos y económicos.
Y así como las etapas de la conquista y la defensa del territorio tienen sus grandes paladines que celebran las epopeyas y los himnos, así la tradición espiritual de una nación tiene sus precursores, sus apóstoles y sus héroes. El espíritu de un pueblo alienta y se difunde, es como el ambiente que respiran las generaciones; pero el poeta, el pensador y el artista van descubriendo las mejores esencias de ese espíritu, van definiendo su carácter, van fijando sus perfiles.
Antes de las luchas de México por su Independencia Nacional, antes de los anhelos generosos del Lic. Verdad, antes también de los motines de los indios contra el gobierno virreinal, ya los escritores y los artistas de nuestra patria habían empezado a fijar los perfiles del alma mexicana. A principios del siglo XVII Juan Ruiz de Alarcón, escribiendo comedias dentro del molde creado por Lope de Vega, viviendo en la corte de Madrid y tratando de entretener al público español, encontró un tono de cortesía y reflexión, de humorismo y aparente severidad, un lenguaje llano y, sin embargo, gracioso que sorprendió a todos los buenos observadores de su tiempo por lo poco que tenia de español. aquellos primeros rasgos descubiertos por Ruiz de Alarcón empezaron a mostrar, como una placa fotográfica que se revela, los primeros perfiles del alma mexicana.
Y a fines del mismo siglo XVII una monja mexicana, Sor Juana Inés de la Cruz, el mayor poeta español de su tiempo, una vez que entró en su sueño terrenal el gran Pedro Calderón de la Barca, encuentra una manera de asomarse al alma con una delicadeza y una finura, con una desconfianza y una
sospecha y, al mismo tiempo, con un arrebato y una lucidez que no existían en la poesía española de su tiempo. La monja mexicana había leído a Góngora y lo admiraba; pero ese dibujo espiritual femenino - que no rehuía todos los primores y las complicaciones del genial poeta cordobés - tenía otros tornasoles, tenía ese tono encendido de sangre que suele poner, como por juego, el mexicano en todas sus cosas.
Pero no sólo en el teatro y en la poesía se van revelando los rasgos del espíritu mexicano. En un arte de apariencia tan lejano de la expresión del alma como la arquitectura, afirmamos también nuestro carácter. El siglo XVIII ve el grandioso florecimiento del marroco mexicano, de ese estilo que un tiempo, más por lo retorcido de la palabra que por lo que debía al famoso arquitecto de Salamanca, se llamó churrigueresco. Santa Prisca en Taxco, Santa María de Ocotlán, la iglesia de Tepozotlán, el sagrario en la Ciudad de México y La Valenciana en Guanajuato, son algunos de los ejemplos que representan una modalidad del barroco que no aparece en ninguno de los monumentos del mismo estilo de España y de Italia o de cualquier otro país de Europa. Y en aquellos elementos, que son nuevos y que combinan novedosamente la invención, la exuberancia y el orden está presente una de las normas del espíritu mexicano. Pero en el siglo XVIII se agrega al teatro, a la Poesía y a la Arquitectura, el pensamiento y la Filosofía. A las enseñanzas tradicionales de la escuela de Aristóteles, que habían agotado su fuerza de instrumento de investigación estereotipándose en simple fórmulas verbales. Se sobrepone la influencia que comenzó entonces de los pensadores ingleses a partir de Bacon, a la revisión de la conciencia del pensamiento de Descartes, y los catedráticos y pensadores mexicanos mezclan todas esas corrientes en una proporción revela una visión propia del campo de la Filosofía y que viene a completar el propio Miguel Hidalgo y Costilla con una tesis latina sobre la enseñanza de la Teología.
Y así, en forma lenta pero constante, de siglo en siglo, se viene formando la tradición espiritual de México. Cuando estalla la guerra de Independencia en 1810, ya el alma mexicana, bien definidos sus perfiles y bien aquilatada su esencia, había conquistado un lugar en el concierto del mundo. El siglo XIX, con sus constantes luchas, con sus rivalidades y combates con naciones extranjeras de Europa y América, hizo que sintiéramos más, a las vez que con dolorosa y sangrienta enseñanza, qué era lo mexicano, cuál era nuestra realidad y cómo esta realidad correspondía a un modo de sentir y ver del pueblo. Pero este modo de ver y sentir ya lo habían adivinado y expuesto poetas, artistas y pensadores desde el siglo XVI hasta la época del gran periodista y narrador José Joaquín Fernández de Lizardi.
El Nacionalismo que con patriótica insistencia pedía para nuestra literatura don Ignacio M. Altamirano después de la restauración de la República en 1868, se había venido realizando por los caminos sutiles y en los planos elevados en que cumple su misión el espíritu. Y Manuel Gutiérrez Nájera - el centenario de cuyo nacimiento celebra hoy la honorable Cámara de Diputados en esta sesión solemne -, se ejercitaba entonces en agregar algunas de las lineas más delicadas, de los matices más expresivos a la pintura del alma mexicana.
Con el aire inocente de quien sigue una tradición ya bien establecida es un gran innovador, es todo un revolucionario de la imagen y la palabra. pertenece a esa clase de mexicanos - entre los que se cuentan algunos de nuestros más grandes espíritus - que realizan cosas grandes e importantes con el aire más sencillo del mundo, espíritus nobles y valientes y excelsos que no gustan que sus hazañas las anuncien ni las celebren el ruido de clarines y tambores, y cuya elegante y cortés modestia suele imponer silencio a su alrededor.
Pero Manuel Gutiérrez Nájera es un revolucionario nato en el campo de las letras, porque su impulso de renovación descansaba en los resortes mismos de su alma. A poco de escribir se aleja de la poesía española, que imperaba entonces en América. En él se apagan los ecos de Bécquer y de Espronceda, de Zorrilla y de Nuñez de Arce, y empieza un canto hecho de una música en que el sentimiento y el encanto se combinan como en las luces de un amanecer. Pero ese canto ya no es español; algunos se preguntan si no será demasiado francés. ¿No se parece - se oye decir - este poeta mexicano, en su vida sentimental y en el tono de sus quejas, a Alfredo de Musset? Pero tampoco en su poesía un eco de Francia, por más que su espiritualidad alada pueda a veces definirse con palabras que también convienen al espíritu francés. En todo latinoamericano que busca aligerar sus preocupaciones en una filosofía amable, que trata de alcanzar formas artísticas al mismo tiempo comprensivas, lúcidas y graciosas, hay algo que puede compararse a lo francés, aunque no se haya llegado a ello - como sucede con frecuencia en la América española - por el camino de Francia. Es mas bien una luz en el gran cielo despejado del alma latina, bajo el cual ha florecido nuestra cultura.
La poesía de Gutiérrez Nájera se difunde bien pronto por todo el Continente Americano. Trabajador infatigable va entregando diariamente, con una prisa que hacía sospechar lo cercana que estaba su muerte, páginas y páginas de su prodigioso mensaje. En lo que dice, toda la América latina reconoce que se le ha abierto un nuevo camino. Gutiérrez Nájera es uno de los héroes epónimos del modernismo americano que, no sólo da nuevos perfiles al alma mexicana, sino también al alma de nuestra raza, al alma continental de todos los pueblos de habla española. Por primera vez en la historia de la poesía de lengua española es hispanoamérica la que señala el rumbo a los poetas de España. Y poetas tan grandes como Antonio Machado y como Juan Ramón Jiménez han reconocido noblemente todo lo que deben al modernismo, revolución que, en gran parte, descansa en la obra - en verso y en prosa - de Manuel Gutiérrez Nájera.
Escribió, además, cuentos, crónicas, comentarios de la vida diaria, divagaciones para alegrar la monotonía cotidiana. A su importante labor de creación literaria, une la tarea infatigable del periodista. y su obra de este campo lo coloca entre aquéllos que han ampliado los linderos de la prensa diaria buscando multiplicar los intereses y satisfacer las inclinaciones del lector, comentando, con
malicia y con ternura, con perspicacia y humorismo, las noticias dramáticas o lamentables de la vida diaria. Pero también hay que contar a Gutiérrez Nájera entre los grandes héroes de la revolución del idioma. Hablamos en América el español, pero lo hablamos de un modo distinto que en España. Son las mismas palabras - a veces las nuestras son más puras y clásicas que las de España -, pero les ordenamos de un modo distinto, les damos menos énfasis, las pronunciamos más suavemente. El español literario de Gutiérrez Nájera no existía en las letras españolas de su tiempo. Esa frase breve y ágil, esa imagen sutil y atrevida, esa pirueta graciosa del verbo y ese cascabel escondido del adjetivo, esa ternura llorosa de la sonrisa, no tiene nada que ver la lengua bien construída, dura, organizada, explicativa, oratoria, de amplios periodos de la España del siglo XIX.
Y en este punto Gutiérrez Nájera tiene también una benéfica influencia que rebasa las fronteras de México y que se extiende por toda la América española. La prosa de Gutiérrez Nájera es un antecedente indudable de la gran prosa del modernismo americano, aspecto éste tan frecuentemente desdeñado por los tratadistas e historiadores de la Literatura.
Y está bien, señores diputados, que honremos en este recinto a este héroe de lo mejor del espíritu mexicano, a este rebelde de la tradición literaria española, a este insurgente que se levantó contra la severidad contumaz del idioma castellano. El gran maestro Altamirano pedía el imperio del nacionalismo en las letras mexicanas. Pero no hay que interpretar de un modo estrecho ese precepto. El nacionalismo no es sólo la celebración y el tratamiento de temas autóctonos, populares, folklóricos. El nacionalismo es algo que está más al fondo, que es la base de aquella tradición espiritual a que se refería Ernesto Renán. No hay poeta que represente mejor las cumbres más elevadas del espíritu de Inglaterra, en su vuelo lírico y en su conciencia de lo humano, que Shakespeare. Y lo mismo es que cantara la tragedia de Julio César, que los amores trágicos de los amantes de Verona, las meditaciones y desventuras del Príncipe de Dinamarca o las generosidades y sacrificios del Timón de Atenas.
El arte tiene un camino propio y misterioso para llegar a las verdades alegóricas que son su verdadera esencia. Ya hemos visto cómo grandes naciones de nuestro tiempo, que habían dado pruebas solemnes y admirables de su genio de creación estética, han visto disminuir y empequeñecer su arte cuando han querido imponer al libre genio del artista normas para que sus grandes concepciones obedezcan consignas y sirvan a puntos de vista que, mientras más concretos y dependientes de la realidad, se traducen en obras más efímeras e insustanciales.
Celebramos en Manuel Gutiérrez Nájera la autenticidad de su visión y su arte, celebramos que no sólo haya profundizado en el alma mexicana sino que haya contribuido a su difusión y engrandecimiento, que haya repasado y encendido los colores de ternura e ironía, de gracia y de tristeza que son uno de los tesoros del espíritu mexicano. Y recordemos con orgullo que este hombre genial y modesto, héroe y paladín de nuestra cultura fue miembro de esta Cámara, en la que, al mismo tiempo que interpretaba el alma nacional, representaba también el vigor y la fuerza del pueblo mexicano". (Aplausos)
El C. Presidente: Tiene la palabra el diputado Martínez Rodríguez.
El C. Martínez Rodríguez José Luis: "Señor Presidente. Señor Secretario de Educación Pública. Señores diputados; distinguidos visitantes: haciendo un alto en nuestras tareas legislativas que se vuelven tan arduas este mes de diciembre, hemos determinado celebrar una sesión solemne en homenaje a Manuel Gutiérrez Nájera, escritor ilustre en las letras nacionales, con ocasión de cumplirse el primer centenario de su nacimiento. Esta determinación de nuestra Cámara se fundó no solamente en la eminencia intelectual y artística de Gutiérrez Nájera sino también en el hecho de que, además, él fue honrosamente diputado por el 5o. distrito del Estado de México, cargo que ocupaba al ocurrir su temprana muerte a principios de 1895. Sin embargo, no creo pecar de temerario si sospecho que estas razones pudieron parecer precarias a algunos de nosotros que aceptaron con benevolente reticencia esta interrupción en nuestros debates acerca de las cuestiones nacionales que hoy nos absorben. Homenajes como éstos, acaso pensaron algunos señores diputados, están bien para los centros culturales, pero, ¿para qué distraernos ahora con el recuerdo de quien no fue, que sepamos, un legislador sobresaliente aunque haya escrito versos que todos conocemos¿
Voy a intentar, señores diputados, aclarar esta duda, y voy a procurar, antes que narrar de nuevo para ustedes el íntimo y oscuro drama de la breve vida de Gutiérrez Nájera, que vivió como un forzado de la pluma y que escribió, sin embargo, tantas páginas llenas de gracia y de belleza, o el mérito de su prosa y de su poesía, que habrían de significar una profunda renovación y revitalización de las letras en lengua española de su tiempo; voy a procurar, decía, dar a ustedes algunas razones acerca de la justicia de este homenaje para un hombre y un escritor como Manuel Gutiérrez Nájera.
Considerados desde cierta perspectiva, parecen existir dos grandes familias de escritores, los que mueven al mundo con sus ideas o con sus doctrinas y los que dan testimonio de la variable e infinita condición de la vida y del espíritu humanos. Aquéllos dan origen a las grandes corrientes ideológicas, mueven las revoluciones, hacen posible el dominio técnico del Universo y acaso llegan a perfeccionar o a proteger nuestra existencia biológica, mientras que éstos nos entregan imágenes y diagnósticos profundos del alma y de su concepción del mundo, dan testimonio de la vitalidad o de la corrupción de nuestras sociedades, denuncian las iniquidades, mantienen y esclarecen nuestra tradición y nuestra historia, conducen e iluminan nuestros sueños, registran los matices de nuestra sensibilidad y el secreto de nuestras pasiones, en suma, nos revelan nos iluminan a nosotros mismos.
Gutiérrez Nájera fue un escritor de esta última estirpe y dentro de su propio orden, lo fue con grandeza. En sus cuentos y en sus poemas, en sus crónicas, en sus notas de viaje y en sus páginas de crítica permanece un riquísimo testimonio de la
Vida, de la sensibilidad y de los sueños de aquella sociedad finisecular de la que él sería, al mismo tiempo, un personaje representativo y el testigo más elocuente. ¿Recuerdan ustedes el admirable mural de Diego Rivera que concentra en la Alameda de la ciudad de México un expresivo desfile de nuestra historia? Pues allí, en la sección dedica al último del siglo XIX, en plena época porfiriana, en medio de aquella sociedad extremosa - pelados y catrines - que originaría la revolución, se encuentra Manuel Gutiérrez Nájera, uno de los dones más nobles y auténticos de aquellos años, junto a los rapaces del pueblo y los voceadores de periódicos y junto también a las encopetadas damas que tanto lo conmovían.
Tampoco en esta ocasión se equivocó Diego Rivera, Porque Gutiérrez Nájera es, en efecto, imagen y compendio de la vida de México en su tiempo. Cuando nos asomamos a sus páginas parece que nos fuera atrayendo gentilmente a la comprensión de su mundo mexicano. Pero la suya no es nunca la enseñanza del profesor o del técnico a la que hoy hemos concluido por resignarnos; la suya es la placentera, suave enseñanza de un artista de raza. Con su prosa alada y ligera, con esa discreción con que gustaba velar todo asomo doctoral o pedantesco, con su gracia, "especie de sonrisa del alma" - como decía Justo Sierra -, con cierto encanto moroso y con una agudeza que pocas veces lo abandona, va enseñándonos este periodista excepcional cómo eran, qué pensaban, qué hacían, cuáles eran las diversiones y las pasiones de los mexicanos de los ochenta y los noventa. Además del mundo del arte y de las letras que eran su propio mundo, aparte de su afrancesamiento cordial, que él convertiría en fecundación renovadora, hay en la obra de Gutiérrez Nájera y en el orden de los temas que más pueden interesar a nuestra Asamblea de representantes del pueblo, un repertorio de observaciones, de estampas y de juicios que constituirían suficientes méritos, si no tuviera otros, para darle nuestra admiración.
Las ideas sociales de Gutiérrez Nájera no fueron sin duda revolucionarias pero sí muy precisas. Su profesión periodística lo llevaba a los salones mundanos y su entusiasmo lo hacía adquirir con devoción a todas las mujeres, ya fueran las grandes figuras del teatro y de la sociedad elegante o las muchachas de barrio a las que dedicó páginas emocionadas; pero al mismo tiempo y sin que mi ánimo sea mostrado como un precursor de nuestras actuales convicciones sociales, de lo cual estaba muy lejos aquella comprensión llena de ternura que tuvo para su pueblo lo llevó a afirmar que el socialismo - que apenas se avisoraba en su tiempo -, se amamantaba en los "pechos estériles y flacos de la miseria" y a preguntarse si lo habría en él, al lado de un grave error, una tendencia justa que se debiera satisfacer con "hacederas concesiones, con mejoramientos necesarios". Igualmente atinadas pueden parecernos otras opiniones suyas acerca de cuestiones sociales y lacras nacionales que hemos acabado por aceptar porque las vemos formar ya parte de nuestro ser nacional, como la afición o el vicio popular por el pulque, al que llamaba "gran elector de criminales" y sobre cuya inocente blancura apunta: "El indio no gasta más que en otras cosas blancas que absorben casi todo su presupuesto: en manta para vestirse, en pulque para beber, y en cera para los santos y los muertos", o como el gusto para la fiesta de toros cuya ferocidad rechazaba aunque describiera magistralmente el colorido espectáculo.
A propósito del indigenismo, su dictamen, que hoy nos parece inobjetable, debió escandalizar a los lectores de su tiempo: "El mayor, el egregio monumento que puede alzarse a Cuauhtémoc -escribió-, puesto que Cuauhtémoc amó a los suyos, es la instrucción primaria gratuita, obligatoria para todos los habitantes de la República. Mientras el indio se nutra mal y no sepa leer, podremos levantar estatuas a Cuauhtémoc, pero estaremos matando a sus hijos. El innecesario dilema entre nuestros dos grandes indios, Cuauhtémoc y Juárez, que parecía preocuparlo, lo llevó a escribir: "A Cuauhtémoc lo admiro; pero con toda conciencia y aunque se me acuse de blasfemo, digo de don Benito Juárez mereció que se le erigiese un monumento antes que a Cuauhtémoc. Juárez si es un indio nuestro; y si sabe morir con dignidad, como murió Cuauhtémoc, es muy glorioso, saber dar vida a un pueblo, como supo Juárez, es más glorioso todavía. Paguemos primero nuestras deudas de honor, paguemos a Hidalgo, a Morelos, a Juárez... y en seguida pagaremos las deudas de nuestros antepasados". Y en una hermosa arenga cívica en honor del Patricio, afirmó: "El que vino a tiempo y en la hora propicia, para sentir la idea de la patria, ya difusa en la totalidad, y para encarnarla, fue Benito Juárez", y más adelante: "En Juárez se unen por manera indivisible y se compenetran la idea de la patria y la idea de la República. Es el único en nuestra historia que enlaza así esas dos ideas y las encarna y las simboliza". Y vuelve una vez más a la comparación con el defensor de Tenochtitlán para acuñar esta sentencia de viril gallardía: "En el humo que alzábase a las plantas de Cuauhtémoc íbase el alma de una raza vencida: en Juárez empieza una nación".
Las estampas que nos dejó de otros patricios y héroes de nuestra nacionalidad están igualmente humedecidas de íntimo fervor cívico, lo mismo sus hermosos poemas A la Corregidora y A Hidalgo, que todavía se recitan con entusiasmo en nuestras escuelas que los apuntes acerca de otros mexicanos ilustres. Por ejemplo, comprendió las virtudes de don Andrés Quintana Roo en estas palabras justas: "Amó la patria, la libertad y la belleza". De Ignacio Ramírez observó que su influencia "se siente más en el desarrollo político de México y menos en el arte. Ramírez fue de los grandes demoledores, y como buen escéptico, desdeñoso del vulgo, poco amigo de dar de su espíritu en comunión a la generalidad, filosóficamente egoísta". De Guillermo Prieto decía que no necesitaba una corona porque mil veces las ha logrado "al triunfar en la Cámara, al terminar la lectura de una oda patriótica, al levantarse a defender los intereses más sagrados de la república; esta coronación tumultuosa, espontánea, entusiasta; esta coronación de gritos y sombrerazos (aunque la frase sea vulgar, es gráfica), vale más, mucho más que las coronaciones decretadas y oficiales". De Ignacio Manuel Altamirano, su maestro de "ojos guerrilleros y chinacos", escribió: "Altamirano ha hecho obras maestras; ayudó a hacer la República; ha hecho discípulos, ha hecho fanáticos, ha hecho las obras de muchos amigos suyos, ha hecho una
literatura", y en otra parte: "La obra real de Altamirano anda dispersa en muchos cerebros; está fluida en nuestra atmósfera intelectual. Fue ese maestro obrador de belleza en sí y en otros". De Justo Sierra apuntó que "es acaso en México el cultivador más honrado de la heredad intelectual". A propósito del periodista Francisco Zarco, pidió se levantara una estatua en el Paseo de la Reforma al igual que la erigida a Ignacio Ramírez "la primera estatua levantada en México a un hombre de letras", comenta, para añadir luego con entusiasmo:" ¡Venturoso indicio éste, de reposo y de reflexión en la vida nacional¡" Con esa oportunidad Gutiérrez Nájera escribió una encendida apología de Zarco y del periodismo político que es oportuno repetir en este recinto: "Ser periodista - ¿periodista como él lo fue - ¿no es ser caudillo? ¿No es liberar una batalla diaria? ¿No es recibir una herida cada día más?... ¿Ser periodista como Zarco no es dar la vida poco a poco a la libertad y a la República?...En las luchas por la libertad, Zarco fue el Aquiles de la prensa. El joven que a lo veintiséis años defendió con tal brío en El Siglo XIX y en la tribuna del Congreso Constituyente la libertad de imprenta, la libertad de conciencia, todas las libertades, bien merece una estatua porque fue héroe. Ya que le quitamos la vida poco a poco, démosle en cambio la vida augusta de los mármoles y bronces".
Esta exaltación de los rigores y de los afanes de la vida del periodista en México surgía con tal fervor en Gutiérrez Nájera porque él sabía en carne propia de ellos. Alguna vez describió su jornada diaria en estos términos: "Escribo de seis a ocho diarias; cuatro empleo en leer, porque no sé todavía cómo puede escribirse sin leer nada, aun cuando sólo sea para ver qué idea o qué frase se roba uno; publico más de treinta artículos al mes; pago semanariamente mi contribución de álbumes; hago versos cuando nadie me ve y los leo cuando nadie me oye, porque presumo de bien educado". Que era verdad cuanto decía nos lo atestiguan los millares de páginas que escribió, amparándose con tantos seudónimos, y que con excepción de una pequeña parte apenas ahora comenzarán a coleccionarse. Quien no asistió regularmente a ninguna escuela, quien escribió siempre acicateado por el deber y la necesidad y sólo vivió treinta y seis años, habría de darnos, paradójicamente, una de las obras más fecundas y significativas en la historia de las letras mexicanas y que, a través de tantas páginas, casi nunca carece de la marca de ese espíritu cordial y sensible que fue el suyo, de esa "inexpresable facultad de efusión íntima, familiar y acariciadora", como la describió el maestro Sierra.
Sólo una vez, que yo sepa, se refirió Gutiérrez Nájera a nuestras tareas legislativas, que fueron también suyas, para expresar opiniones muy sensatas. A propósito de cierto periodismo "obstruccionista", como él lo llamaba, y de su perpetua insatisfacción frente a la obra de los legisladores, se preguntaba: "¿Y por qué esos periodistas iniciadores, cuando son diputados, cuando pertenecen al Senado, no llevan a las Cámaras su iniciación y su empuje? Pues porque el legislador construye; el periodista siembra. El legislador no puede edificar con aspiraciones; necesita realidades, elementos ya disponibles... Querer levantar una fábrica sin piedra, sin cal, sin madera ni operarios, es simplemente insensato, y por eso el legislador prudente hace lo que puede, reservándose el derecho y cumpliendo el deber de hacer, como publicista, lo que noblemente quiere".
Al llegar a este punto, señores diputados, me doy cuenta de que, con el ánimo de afirmar ante ustedes la dignidad y la justicia que asiste a este homenaje que rendimos a un escritor, a sacado un poco de quicio la figura de Gutiérrez Nájera al entresacar de su obra aquellos pensamientos y aquellas estampas que pudieran ajustarse al tipo de cuestiones que habitualmente se debaten en este recinto. Sin embargo, todos sabemos que el legado perdurable de Gutiérrez Nájera no queda tanto en sus páginas cívicas y políticas cuando en aquellas que una vez dieron forma a nuestra sensibilidad y a nuestros sueños, a nuestra angustia y a nuestra alegría; en aquellas húmedas de comprensión y de ternura para su pueblo, de devoción para la mujer y de amor para el mundo del arte; en aquellas que guardan su visión afinada para descubrir el alma de nuestras ciudades y la intimidad de las penas humildes; en aquellas en que siempre alentará su generoso gusto por la vida, tan lleno de sensualidad como de bondad y de compasión, y sobre todo, en la melodía espiritual y refinada de su poesía que habre las puertas de la modernidad.
Estas son, señores diputados, las razones que he podido dar a ustedes para afirmar que un escritor como Manuel Gutiérrez Nájera, que nos ayuda a comprendernos y a iluminarnos a nosotros mismos y que nos entrega bellas creaciones que son fuente permanente de alegría para el espíritu son también un asunto digno de la atención de esta Asamblea porque es una parte de México". (Aplausos)
El C. secretario Hank González Carlos: Se va a dar lectura al acta de esta sesión solemne.
"Acta de la sesión solemne celebrada por la H. "Cámara de Diputados del XLIV Congreso de la Unión, el día veintidós de diciembre de mil novecientos cincuenta y nueve.
"Presidencia del C. Juan Sabines Gutiérrez.
"En la ciudad de México, a las trece horas y treinta minutos del martes veintidós de diciembre de mil novecientos cincuenta y nueve, con asistencia de ciento diecinueve ciudadanos diputados, según declaro la Secretaría después de haber pasado lista, se abre esta sesión solemne que tiene lugar en homenaje a la memoria de don Manuel Gutiérrez Nájera y de conformidad con el acuerdo tomado en sesión efectuada el día cuatro de los corrientes.
"Pronuncian discursos alusivos al objeto de esta sesión, los CC. diputados Antonio Castro Leal y José Luis Martínez Rodríguez.
"Se lee la presente acta'.
Está a discusión el cata. No habiendo quien haga uso de la palabra, en votación económica se pregunta si se aprueba. Los que estén por la afirmativa, sírvanse manifestarlo. Aprobada.
El C. Presidente: Se designa a los ciudadanos diputados integrantes de la comisión antes nombrada, para que acompañen a nuestros invitados a la salida de este recinto. (Aplausos)
(La comisión cumple su cometido)
El C. Presidente (a las 14.20 horas): Se levanta la sesión solemne y se pasa a sesión ordinaria de Cámara.
TAQUIGRAFÍA PARLAMENTARIA Y
"DIARIO DE LOS DEBATES"