Crónica Parlamentaria, Cámara de Diputados

Para que se inscriba con letras de oro, en los muros del salon de sesiones de la Camara de Diputados, el nombre de Jose Servando Teresa de Mier, presentada por el diputado Agustin Basave Benitez, del grupo parlamentario del PRI, en la sesion del martes 1 de diciembre de 1992

Honorable Cámara de Diputados: los firmantes, diputados a la LV Legislatura del Congreso de la Unión, con la facultad que nos otorga el artículo 71 fracción II de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, ante ustedes nos permitimos exponer:

La Independencia de México no fue un hecho fortuito. Quienes afirman que tanto ése como los demás capítulos de nuestro pasado fueron en esencia movimientos espontáneos precipitados por un entreveramiento de coyunturas internas y externas ignoran que la historia toda es una urdimbre de circunstancias y voluntades, y que unas sin otras suelen dejar a la deriva el destino de los pueblos. Más allá de la guía de la razón y del pensamiento del hombre, en efecto, ningún acontecimiento da al devenir humano un rumbo coherente y racional. Ciertamente, las reformas borbónicas, la situación socioeconómica de las colonias y la invasión de Napoleón a la metrópoli hicieron posible la emancipación de nuestra América. Pero sin un proceso ideológico de deslegitimación de la dominación española sobre estas tierras y por ende de legitimación de la insurgencia, difícilmente habrían triunfado como lo hicieron las revoluciones independentistas.

Esto lo entendió mejor que nadie en México, José Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra. Nacido en Monterrey el 18 de octubre de 1763, fray Servando, o el padre Mier, como lo conocemos los nuevoleoneses, no esperó a que terminara el siglo para vislumbrar una patria independiente. Muy pronto empezó a reflexionar sobre los vínculos entre la vieja y la Nueva España y, particularmente, sobre la grandeza de una nacionalidad que él veía brillar con luz propia. Sin duda, la defensa de lo mexicano que patriotas criollos como Clavijero y Eguiara habían esgrimido contra diatribas eurocentristas de los Buffon, De Paw y Robertson estimularon su vena inquisitiva y despertaron su preocupación por todo aquello sobre lo cual España no podía reclamar paternidad.

Así surgió el pensamiento libertario de fray Servando, ése que le ha dado un lugar preeminente entre los precursores de nuestra soberanía. Mas si bien hoy por hoy nadie le regatea ese mérito, muy pocos reconocen la importancia de una de sus obras más significativas, cuya aparente excentricidad ha propiciado que se le vea como una mera curiosidad en nuestra historia de las ideas. Nos referimos al sermón que pronunció el 12 de diciembre de 1974, en el que eslabonó su tesis acerca de la tradición guadalupana y mediante el cual, apoyado en los escritos de Sigüenza y ante el estupor de los ahí presentes, el padre Mier concluyó que los indios eran cristianos varios siglos antes de la llegada de los españoles. Apenas es necesario añadir que las palabras de fray Servando no sólo molestaron a al jerarquía eclesiástica, sino que también enfurecieron a las autoridades virreinales. Si nos situamos en el contexto de su época, comprenderemos que no era para menos. Su sermón, en efecto, iba directo a la yugular del imperio.

La tesis resultó sencillamente radical. Socavó poderosamente las bases mismas de legitimidad del régimen y abrió brecha a los subsecuentes afanes emancipadores. La sentencia condenatoria del Arzobispo que determinó la reclusión del padre Mier en el Obispado de Santander, las correcciones históricas y refutaciones teológicas de que fue objeto, resultaron inútiles. Quien había hablado en la Colegiata de Guadalupe no había sido el sacerdote dominico, sino el ideólogo revolucionario, y sus ideas ya habían roto el tabú de la dependencia.

Pero la de fray Servando no fue una mente cerrada a más vastos horizontes. Las prisiones que a partir de entonces sufrió, sirvieron tanto para acrecentar su heterodoxia como para desarrollar su talento de escapista. Fugado una y otra vez, recorrió la Europa liberal y abrevó en las ideas más avanzadas de la época. Y fue en Londres, tras de su encuentro con Blanco White, donde entre 1811 y 1812 escribió y publicó sus Cartas de un Americano al Español. En ellas plasmó su vocación americanista y se anticipó al ideal bolivariano, preconizando la independencia del subcontinente y la importancia de su integración. He aquí su segunda gran aportación: la del visionario que precedió a la pléyade de grandes hombres que han pugnado por una América Latina unida.

Ahora bien, estamos hablando de un hombre que del pensamiento pasó a la acción. De alguien que no se conformó con escribir la Historia de la Revolución de la Nueva España, sino que decidió hacer la historia de la Revolución de la Nueva España. En 1816, en efecto, tres años después de haber publicado su obra cumbre, el padre Mier se embarcó junto con Mina y sus seguidores en la fragata Caledonia, para zarpar de Liverpool hacia su enésimo encarcelamiento. Sin dejar de escribir, de 1817 a 1821 redactó la Apología, el Manifiesto apologético y la Memoria Política Instructiva, pasó de prisión en prisión hasta que, en 1822, consumada ya la Independencia, ingresó al Congreso Constituyente como diputado por Monterrey. Antiiturbidista declarado, fue una vez más enviado a la cárcel. Al fin derrotado Iturbide, regresó triunfante en 1823 para representar al Nuevo Reino de León en el Segundo Congreso Constituyente.

Su actuación como diputado ha sido, sin duda, lo que más incomprensión le ha granjeado a Fray Servando. Entre otras cosas, su "discurso de las profecías" dio pauta a que se le tachara injustamente de centralista.

Hoy, lejos de las pasiones que dividieron al México de entonces, basta una simple lectura de ese discurso para comprender que a lo que se opuso no fue al federalismo, sino a la imitación extralógica, y que lo que defendió fue la descentralización paulatina de un país que carecía de la más elemental cohesión y que amenazaba con desgajarse.

Por lo demás, basta echar una mirada a la anarquía de nuestras primeras décadas de independencia y al proceso para forjar el Estado emprendidos en la segunda mitad del siglo por don Benito Juárez, para comprobar que, al menos parcialmente, el tiempo le dio la razón.

Creativo, inquieto, ególatra, el padre Mier fue siempre un hombre de controversias. Muchos defectos pueden achacársele, pero nadie puede negarle el título de patriota. El mismo Ramos Arizpe, su acérrimo rival en el Constituyente, lo avaló dándole el viático en presencia del Presidente de la República, pocos días antes de su muerte, acaecida el 3 de diciembre de 1827. Y es que fray Servando fue, ante todo, un mexicano que creyó en una patria independiente, republicana y democrática, y que dio lo mejor de sí mismo en su lucha por construirla.

Por eso, porque estamos convencidos de que debemos honrar no sólo a los héroes de la espada, sino también a los héroes de la pluma; porque pensamos que esta Cámara de Diputados debe rendir especial homenaje a los legisladores que en ella se han distinguido; porque queremos registrar una historia cabal, sin mutilaciones maniqueas; porque en suma, deseamos dar el lugar que merece al ideólogo de la Independencia, al precursor del latinoamericanismo, al distinguido diputado Constituyente, proponemos la siguiente iniciativa, con

PROYECTO DE DECRETO

Artículo único. Que se inscriba en letras de oro en el muro del salón de sesiones, el nombre de José Servando Teresa de Mier.

Salón de sesiones de la Cámara de Diputados, a primero de diciembre de 1992.- Diputados: Agustín Basave Benítez, Juan Morales Salinas, Jesús Bazaldúa González, Jaime Rodríguez Calderón, Eloy Cantú Segovia, Andrés Silva Alvarado, Arturo de la Garza González, Rogelio Villarreal Garza, José Treviño Salinas, Liliana Flores Benavides, Tomás González de Luna, Oscar Herrera Hosking, Pablo Emilio Madero Belden y Gloria Mendiola Ochoa.

Turnada a la Comisión de Régimen, Reglamento y Prácticas Parlamentarias.